Un año sin vesícula y sin perro

Hace poco más de un año me extirparon la vesícula biliar y un par de semanas después murió Gibson, un perro labrador al cual mi familia y yo quisimos mucho.

En cuanto a lo primero la cirugía fue lo más fácil del mundo, uno no se entera de absolutamente nada hasta que despierta y entonces sí empieza lo bueno: dolor durante alrededor de una semana y luego una paulatina recuperación; al final a uno le quedan cuatro cicatrices pequeñas en la barriga, que si uno tiene mala suerte (uno o más) pueden volverse una suerte de granos. También es triste que uno no puede hacer ejercicio de fuerza durante un tiempo pues se corre el riesgo de desarrollar una hernia abdominal. En mi caso pude regresar consistentemente al gimnasio por ahí de mayo o junio.

Sobre lo segundo, he tenido varios perros y con todos creo que he aprendido y mejorado algo en mi vida. Al final con cosas muy malas como una torsión gástrica que llevó a la muerte a uno de ellos y por lo cual siempre me culpé (nunca alimenten a su perro antes de sacarlo a jugar/correr), o varios extravíos, o reprimendas con golpes "por que así se enseñan"; con las que vinieron lecciones muy importantes que espero siempre tener presentes y jamás se me tengan que recordar.

Gibson apareció en mi vida en 2008 y a pesar de ser un perro labrador siempre fue miedoso y tímido, aunque ya una vez en confianza era muy juguetón. Conforme creció desarrolló las típicas conductas de territorialidad de ladrar en la puerta de la casa a todo extraño que se acercara o de mear cada rincón posible en todo lugar que visitara. Solía disfrutar enormemente salir a jugar y correr libremente en un cerro aledaño a nuestra casa y lamento no haberlo sacado más seguido. Varias veces lo dejé salir solo (algo que es común en México, que no por eso está bien), siempre seguía el mismo camino y siempre regresó a la casa... hasta que no lo hizo. Estuvo extraviado unos dos meses y lo encontramos de manera fortuita en una colonia cercana con una familia que lo adoptó y ya se había encariñado con él. Al final regresó con nosotros hasta que me fui a Edimburgo a estudiar la maestría y mi madre se hizo cargo de él. Alrededor de un año antes de morir desarrolló súbitamente un problema con su columna vertebral y luego de una cirugía y demás esfuerzos principalmente hechos por mi madre, pudo salvar su vida aunque sus patas traseras quedaron inmóviles. No sólo ésto, sino que tampoco tenía sensibilidad para orinar o defecar. Incluso cuando regresé de Edimburgo, aunque intenté ayudar en lo posible, mi madre se siguió haciendo cargo y desarrolló un especial afecto por Gibson. Poco antes de morir se le veía ya muy envejecido, quizá ya había señales de que su cuerpo no quería seguir más. Al final tuvo una muerte tranquila, mi madre empezó su rutina normalmente por la mañana, lo alimentó y lo dializó, luego salió por varios minutos y al regresar encontró al perro sin vida. Su voz se quebraba entre suspiros y llanto al hacerme saber lo que había ocurrido.

Es casi imposible explicar la conexión y marca que deja un perro u otro ser como aquél en nuestras vidas, o tratar de encapsularlo en una ínfima descripción. Siempre que pienso en esto recuerdo un párrafo de La insoportable levedad del ser de Kundera (al cual le siguen más reflexiones sobre la relación con los perros).
De la confusa mezcla de estas ocurrencias, crece ante Teresa una idea blasfema de la que no puede librarse: el amor que la une a Karenin es mejor que el que existe entre ella y Tomás. Mejor, no mayor. Teresa no quiere culpar a Tomás ni culparse a sí misma, no pretende afirmar que pudieran quererse más. Pero le da la impresión de que la pareja humana está hecha de tal manera que su amor es a priori de peor clase de la que puede ser (al menos en su caso, que es el mejor) el amor entre una persona y un perro, esa extravagancia en la historia del hombre, probablemente no planeada por el Creador.
Visto en Hobart, Tasmania (12/2017)

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