La dificultad de llorar

Detesto el ardor en los ojos, el dolor de cabeza punzante, los sollozos en vaivén interminable. Detesto llorar no porque me haga patético, menos hombre o más maricón, sino porque me quiebra y me deja recogiendo pedazos de lo que soy, día tras noche.
 
Ojalá pudiese llorar con facilidad, y no me refiero a hallar motivos, sino al acto mismo de llorar: fortaleza la de poder llorar cuando se da la gana y no viceversa. Seguido me pregunto si los demás tienen la misma experiencia; no vale lo mismo llorar, por ejemplo, a causa de una película que por la muerte de un ser querido, pero hay quien llora igual por cualquiera de los dos y continúa su viaje temporal aparentemente como si nada, esa es una libertad que rara vez me he podido dar.

Aunque estoy lejos de estar orgulloso de mi dificultad para llorar, por otro lado tengo claros en mi mente los momentos en los que me he quebrado, todos cruciales, y siempre pegado a una almohada, llenándola no sólo de lágrimas sino también de mocos y saliva. La contrariedad es que éstos me recuerdan también los momentos en los que estaba obligado a llorar, no sólo porque así lo dictara un factor externo, sino por propia conciencia o porque era un reflejo natural del dolor que claramente sentía.
 
La mujer que llora, Pablo Picasso

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